Ser capaz de escribir con palabras aquello que sientes, sentiste o sentirás, es complicado, al menos para mí. No sólo porque requiere cierta habilidad con procesos de indagación reflexiva que son diferentes en función del punto de vista desde el que lo analice ya sea siendo actriz y observadora, sino porque hay veces que no encuentro las palabras para expresar ciertos momentos. Quizá porque no las haya encontrado, quizá porque no las haya buscado o quizá porque no esté en disposición de buscarlas o encontrarlas...
Recuerdo salir de clase un viernes a las 21:00 horas y encontrar una llamada perdida, y al poco tiempo un mensaje informándome de la "oferta de trabajo". No me lo pensé demasiado, pensando en que él se pudiera echar para atrás en dicha oferta. Durante las semanas siguientes sentí mucha incertidumbre pero me sentía cómoda con ella. Lógicamente me impedía dedicarle el tiempo suficiente a otras actividades del doctorado, pero lo veía tanto como una oportunidad como como un desafío.
Era la primera vez que estaba en la universidad asumiendo el rol de profesora. En mi experiencia como alumna siempre me llamó la atención cómo se viviría la experiencia desde ese punto de vista. Y, aunque intentaba imaginarme cómo sería, la primera sesión fue única. Realmente, fueron 12 sesiones únicas e irrepetibles.
No me preocupaba en exceso el contenido, aunque me inquietaba no tener la seguridad de saber dar respuesta a las dudas que surgían en clase. Me preocupaba más el cómo: ser, estar presente, hacer participar, implicar, motivar, comprometer. Centrándome sobre todo en la relación entre ellos y yo.
Aunque sabía que la relación sería esporádica y no tenía más responsabilidad que aquella que yo misma me imponía. Responsabilidad mía y, sobre todo, ante ellos. Posiblemente porque estaba asumiendo un rol de profesora, como si ya fuera su profesora por el hecho de estar ante ellos o haber estado con ellos durante 6 semanas.
La primera vez que me despedí de ellos, en la segunda semana, el vínculo estaba pero no era tan fuerte como las dos siguientes despedidas. De hecho, la segunda despedida no fue siquiera una despedida, al menos no fue como la primera. Pero la tercera, y definitiva, sí que fue distinta. La primera me despedí yo de ellos, la segunda nos despedimos todos y la tercera se despidieron más ellos de mí que yo de ellos.
Justamente, creo que el hecho de haber tenido tantas despedidas hizo que la relación cambiara, o al menos mi actitud después de la primera despedida no fue la misma que antes. Posiblemente, porque ya no estaba atendiendo a los mismo procesos que las primeras semanas o porque tenía más información de la clase en sí y de cómo era y estaba yo en relación a ellos, y supongo que ellos en relación a mí, y tener esa información hizo que fuera diferente en sí.
Cuando era estudiante del grado, recuerdo que lo que más me gustaba y lo que me permitió crecer profesionalmente eran los debates. No participaba demasiado pero sí que recuerdo que me movían internamente. Y durante la suplencia lo hice, sobre todo tras la primera despedida. Y eran las partes que más disfrutaba primero porque me gustaba que participaran y creo que a ellos también. Segundo porque se generaba un espacio y un tiempo para que pudiéramos escucharnos y comprender distintas perspectivas (aunque la disposición del aula nos lo ponía difícil). Y tercero porque esos espacios de reflexión e indagación son esenciales para fomentar el pensamiento crítico y trabajar cuestiones como el respeto y la escucha activa. Son procesos que se aprenden enseñando y se enseñan aprendiendo.
Supongo que la primera semana, después de seis, es normal que note que me falta algo. Sobre todo porque siento que el proceso sigue su propio curso. En una de las entrevistas que hice relacionadas con mi investigación, una profesora hacía referencia justamente a este hecho, tema que también salió en el curso de verano del año pasado: una profesora que ve inacaba su tarea porque los alumnos siguen su propio curso y la profesora sólo está presente durante un tiempo limitado. Utilizaba la metáfora de un cuadro sin terminar que nunca sabes cómo va a continuar.
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